LOS AIMARAES

 

A gran altura sobre las densas selvas amazónicas, un cinturón de picos andinos rodea el Altiplano, árida y amplia meseta, y el lago Titicaca, el más elevado del globo.

La cuenca lacustre y las llanuras circundantes constituyen el hábitat de los aimaraes y los quechuas, pueblos que pese a la proximidad geográfica han conservado identidades y lenguas diferenciadas.

Del 1.250.000 aimaraes, la mayoría viven en Bolivia, donde, con los quechuas, más numerosos, suman el 70% de la población nacional. En la orilla peruana del lago Titicaca viven aproximadamente medio millón de aimaraes.

Este inhóspito territorio ha sido testigo de dos espléndidas civilizaciones. La primera entre los años 300 y 900 d.C., tuvo su base en la ciudad hoy en ruinas de Tiahuanaco, monumental conjunto de pirámides, estatuas y muros ciclópeos. La más reciente, la de los incas, duró unos 400 años, hasta la conquista española del siglo XVI.

No obstante los aimaraes apenas han conservado vestigios del periodo incaico, y si sus antepasados edificaron Tiahuanaco, ya no lo recuerdan.

El pueblo aimará carece de historia e ignora su origen y época de llegada a esta desolada región.

Según su mitología el dios supremo, Virajocha, hizo a los aimaraes al mismo tiempo que creaba el sol de las aguas del Titicaca, pero sus leyendas no recogen ninguna migración desde otras tierras. En rigor ni siquiera les corresponde el nombre que se les aplica, erróneamente utilizado por los misioneros jesuitas, pues ellos toman el de la comarca donde viven, o bien se definen como haque (hombres).

El colorido de los trajes y la alegría de la fiesta contrastan con la suma aridez del Altiplano, desolada extensión semidesértica, a unos 3000 m. de altura.

Los festejos de este tipo, iniciados con una misa solemne, coinciden con jornadas religiosas como la de Todos los Santos o la Candelaria, y durante tres días los participantes danzan, comen y beben hasta el agotamiento.

 

 

Las casas en las que viven sin parecidas a las de los trabajadores de la época incaica. Construidas en adobe, cuentan con una sola estancia recubierta con techumbre de paja y su única abertura al exterior es una puerta practicada en la pared oriental.

La familia duerme sobre pieles de llama o sobre una baja plataforma terrosa. No hay muebles, y los escasos utensilios culinarios se guardan en hornacinas abiertas en el muro.

La dieta es principalmente vegetal. Salvo  en los fértiles valles orientales, colonizados en los dos últimos siglos, el rendimiento agrícola es bajo a causa de la pobreza del terreno, pese a los sistemas de riego que se remontan al periodo incaico. En los valles más cálidos y abrigados, se cultiva trigo, maíz, frutas y hortalizas, mientras en el resto del territorio predomina la cebada, diversos tubérculos, habichuelas, cebollas y ajos. La cabaña ganadera, compuesta por llamas, porcinos, bovinos y ovinos, subsiste en los ralos pastizales o entre los cañaverales del Titicaca. De todos modos, la carne es un lujo y el complemento proteínico del alimento básico – una sopa muy espesa y picante – lo proporciona el pescado que se captura en el lago.

Tocándose con el característico bombín o sombrero hongo de fieltro, esta madre lleva a su pequeño en un vistoso aguayo.

Los hongos y los ajados sombreros flexibles de los hombres, fueron adoptados por los aimaraes hacia los años veinte del presente siglo.

 

Se toman dos comidas diarias, al alba y al anochecer, en torno a un fuego encendido fuera de la vivienda. Cuando está lejos de casa, el animará se sienta a comer frente a un muro, encorvándose sobre el recipiente, pues le disgusta comeré en público.

 

El clima es severo, la dieta pobre y el trabajo duro. La vida resulta más llevadera con la coca, el “oro verde de los yungas”, alcaloide suave que insensibiliza contra el hambre y el frío, produciendo una sensación de bienestar. Según la leyenda, en cierta ocasión algunos indios del Altiplano se adentraron en una zona selvática y le pegaron fuego, con el propósito de abrir claros para nuevos cultivos. Los indios perdieron el control de las llamas, que adquirieron grandes proporciones; el dios de la nieve y las tormentas, molesto por tanto humo y calor, envió un aguacero que demás de sofocar el fuego destruyó la vegetación. Solo se salvó un arbusto de vivo color verde. Acuciados por el hambre, los indios masticaron aquellas hojas y descubrieron las propiedades mágicas de la coca.

Muy extendida en la actualidad, no hay indio que no se pase el día mascando hojas y más hojas de coca. Este arbusto, aparte de ser el único  lujo de los aimaraes, es un elemento esencial de su vida.

Por eso todos guardan las preciadas hojas en una bolsa de algodón que se ha convertido en parte de su indumentaria. Los hombres llevan chaquetas y pantalones muy remendados, de color blanco o gris, y un sombrero flexible sobre un gorrillo de punto con orejeras. También se usan ponchos confeccionados en lana de llama, que llegan casi hasta los tobillos. Por último, abundan las sandalias de goma o de cuero sin curtir, para no estropear el calzado.

El vestido femenino combina la antigua vestimenta indígena con los miriñaques europeos del siglo XVII.

La pollera es una falda sin ballenas, prieta en la cintura, acampanada y con abundancia de pliegues; cubre hasta media pantorrilla y se confecciona en algodón, seda o terciopelo, con colores intensos y vistosos.

 

Una mujer aimará preparando un guiso de legumbres y pescado. Algunos poblados del Titicaca se construyen sobre plataformas de caña de totora, si bien la mayoría de los aimaraes viven en casas de adobe diseminadas por el árido altiplano.

 

Algunas mujeres llevan hasta diez polleras a un tiempo, siendo su número y belleza expresivo de la posición social.

Sobre la pollera y una blusa de material ligero, las mujeres llevan un manto de algodón, o bien un chal de lana, en ambos casos sujeto con un alfiler de oro o plata. La última prenda es el aguayo, tela de colores con la que se forma una bolsa; echada a la espalda sirve para llevar al hijo pequeño o para transportar género al mercado. En precario equilibrio sobre la cabeza no puede faltar el característico sombrero hongo, de fieltro pardo, gris, negro, salmón o azul, que siempre da la sensación de ser demasiado pequeño.

Los aimaraes lo llevan algo ladeado y sólo se descubren en el templo o en su casa. Esta prenda se popularizó a partir de 1925, por lo cual en algunas regiones sigue privando un sombrero anterior, de color blanco parecido a una escudilla. Los cholos o mestizos suelen vestir con más elegancia, pues en general disfrutan de mayor prosperidad que los indios puros.

 

A los recién nacidos se les envuelve en gruesos paños, que se sustituyen por prendas holgadas cuando son algo más mayores. En cuanto pueden andar, su indumentaria adquiere tanta complejidad como la de sus padres. Como única concesión a la infancia, las niñas llevan bombines de intenso color rojo. Los padres son cariñosos con los chiquillos, enseñándoles a ser respetuosos, activos y obedientes. En algunas regiones ampliarán su educación asistiendo a escuelas del Estado, aunque sin descuidar, si es posible, sus deberes como pastores de los rebaños familiares, en tanto los padres se dedican a las faenas más pesadas.

El bautismo señala el ingreso del niño en la colectividad.

A esta ceremonia sigue, varias semanas después, la rutucha o primer corte de pelo. Los padres eligen a los padrinos del nuevo cristiano, casi siempre un matrimonio que se compromete a cumplir ciertas obligaciones rituales y económicas. También se nombran padrinos para la primera comunión y la boda, siendo el compromiso de los designados tan firme como el caso anterior.

Los padrinos bautismales, por ejemplo, pagan los gastos de la ceremonia y obsequian al ahijado con un juego completo de prendas, o celebran la rutucha con una fiesta familiar.

Los padrinos de boda, nombrados por los padres de la novia, actúan, entre otras funciones, como árbitros en cualquier disputa matrimonial de importancia. Reciben al menos una visita anual de sus apadrinados e intercambian con ellos  diversos tipos de presentes.

Este sistema de compadrazgo adquiere particular importancia en la organización de los tradicionales festejos, que hoy coinciden, en fechas y objetivos, con festividades católicas como Todos los Santos, Año Nuevo y la Candelaria. En estas ocasiones se nombra un comité, encargado de recoger los alimentos y bebidas aportados al festejo por amigos, parientes y padrinos. Quienes así contribuyen tienen derecho a recibir el mismo apoyo cuando patrocinen su propia celebración. Con todo, estas fiestas resultan muy dispendiosas, y es frecuente que el patrocinador tanga que buscar algún trabajo extra en la ciudad para sufragar los gastos.

Una misa, celebrada en la víspera de la festividad religiosa en cuestión, señala el comienzo de los festejos, cuyo punto culminante se alcanza veinticuatro horas después. Durante el tercer y último día, cocineras, camareras y demás ayudantes se incorporan al bullicio general, saliendo a bailar con sus utensilios de cocina prendidos del corpiño. Con esto finaliza la fiesta y sólo quedan los corrillos de quienes intentan recobrarse de las resacas producidas por la excesiva ingestión de chicha. Esta cerveza fuerte de maíz ha sido la bebida tradicional de los aimaraes desde el tiempo de los incas. El maíz es mascado por las mujeres y luego vertido en vasijas, donde se hierve combinándolo con chicha rancia, trozos de carne, agua azucarada y hierbas locales con las que se obtienen diversas variedades.

Para el animará, la intoxicación no es tan sólo un estado más o menos agradable, sino que posee un significado ritual, imprescindible en cualquiera de estos carnavales religiosos. No es posible delimitar con precisión la frontera  entre lo religioso y lo puramente tradicional, ni separar de la vida secular cualquiera de estos aspectos. Pese al aparente catolicismo de los aimaraes, muchas doctrinas cristianas carecen de significado para ellos. Estrictamente prácticos en lo religioso, mezclan las nuevas creencias con las antiguas, dando lugar a una religión que apenas  guarda semejanza con el catolicismo ortodoxo.

A Dios suelen asociarlo con el sol; a la Virgen María con Pachamamma, la Madre Tierra; y a los santos se les vincula con los espíritus de la montaña. De este modo, se invoca a los espíritus sin dejar por ello de rezar a los santos, pues una cosa sin la otra sería inconcebible. Tan necesario es para ellos enterrar el reseco embrión de una llama en el solar donde se va a construir una casa, como echar bien los fundamentos; o que niños y perros griten y aúllen en demanda de lluvia, como empezar una novena.

Los aimaraes insisten en su agricultura de subsistencia, aunque tanto Perú como Bolivia precisan de mano de obra para impulsar su desarrollo industrial. Sólo la coca se produce en cantidad suficiente para exportarla. En realidad, la emigración a zonas industriales ha debilitado los vínculos con la familia, y muchos aimaraes han buscado consuelo en el alcohol. Los puestos directivos siguen en manos de cholos o de gentes de origen europeo y el aimará, como tantos otros indios de estas regiones todavía se encuentra en la base de la pirámide social.

 

Los aimaraes son expertos constructores de embarcaciones de juncos, que desde hace siglos utilizan para navegar por el lago Titicaca. De diseño similar a los empleados por los antiguos egipcios, el explorador noruego Thor Heyerdahl se inspiró en ellos para construir la embarcación con la que atravesó el Atlántico.

 

 

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