LOS KALINGAS

En las tierras altas de Luzón, la más septentrional de las grandes islas filipinas, residen varias tribus que todavía conservan su identidad étnica. Entre ellas destaca el pueblo kalinga, cuya capacidad  para preservar el estilo de vida tradicional se ha debido, en parte, a la fiereza de sus guerreros. Hasta hace poco tiempo era raro que las gentes de las tierras bajas o de tribus vecinas se aventuraran en la región habitada por los 40.000 kalingas, muchos de los cuales participaban en las periódicas disputas entre aldeas, y tenían fama de seguir practicando la caza de cabezas humanas.

El hábitat de los kalingas es una zona de altas colinas, laderas empinadas y profundos cañones surcados por corrientes muy rápidas.

En algunas comarcas, los naturales han modificado la orografía, construyendo terrazas para el cultivo del arroz; en otras, las más atrasadas, se sigue practicando la agricultura de rozas o de desbosque. Además del arroz, principal cereal de consumo en esta región, se obtienen también cosechas de batatas, maíz y diversos tipos de legumbres. Destaca igualmente la producción de caña de azúcar, utilizada para preparar una bebida alcohólica que se consume en grandes cantidades, alternándola con la cerveza obtenida a partir de la fermentación del arroz.

Otro capítulo de considerable entidad económica es la cría de ganado y volátiles. Por las aldeas vagan libremente gran número de cerdos y aves de corral, mientras que en las colinas circundantes se dispone de pastizales para los rebaños de búfalos. Éstos sólo se crían para aprovechar su carne, despreciándose las posibilidades nutritivas de la leche y sus derivados.

Muchos kalingas complementan sus actividades agropecuarias con la práctica de algún oficio; tejeduría, alfarería, herrería y otros.

Hombres de la tribu kalinga preparan un festín para celebrar la curación de un pariente. En estos banquetes, a base de carnes si la familia es rica, participan todos los miembros del grupo emparentado.

 

Algunas aldeas destacan por la excelencia de sus lanzas, cuchillos, hachas y aperos agrícolas que, aparte de satisfacer las necesidades internas, constituyen una mercadería muy apreciada por las gentes de los alrededores. Además de los tejidos de algodón, confeccionados por las mujeres en sus telares rudimentarios, también se trabajan las fibras de cortezas de árbol, muy utilizadas en la manufactura de mantas y chaquetillas.

La indumentaria de los kalingas es una mezcla de elementos tradicionales y occidentales. En su gran mayoría, las mujeres se cubren aún con faldas de paño tejido por ellas mismas; aunque casi siempre llevan el torso desnudo, se están popularizando las blusas de algodón, estampadas con dibujos de vistosos colores. Los hombres solían usar taparrabos, pero hoy se están pasando en masa a las prendas de origen occidental.

En las escabrosas colinas del norte, los pequeños núcleos habitados se componen de un reducido número de casas, entre media docena y treinta como máximo.

En los valles más amplios de la parte meridional las poblaciones pueden llegar a tener hasta 250 casas y un millar de personas. Aunque cada lugar tiene sus peculiaridades arquitectónicas, en general la construcción sigue un modelo clásico. Todas las viviendas quedan separadas del suelo por un conjunto de postres, y cuentan con una sola puerta, a la que se accede por medio de peldaños de piedra o por una escalera de mano. En su inmensa mayoría, estas casas constan de una estancia, cuadrada o rectangular, cerrada por paredes de bambú trenzado o de tablas labradas a mano.

Los tatuajes son frecuentes entre los kalingas de ambos sexos. Aunque los dibujos grabados en los brazos y hombros de estas mujeres solo tienen propósito decorativo, todavía quedan ancianas que lucen diseños especiales, indicativos de su participación en las antiguas incursiones bélicas, donde solían atender a la alimentación de los cazadores de cabezas.

Los adolescentes de ambos sexos gozan de un considerable margen de libertad. Las chicas suelen dormir en casa de las viudas del poblado, y los muchachos en viviendas desocupadas; unas y otros raramente pasan la noche en el domicilio paterno. Estas costumbres facilitan el contacto entre jóvenes de ambos sexos, pues resulta socialmente aceptable que un muchacho pase la noche con su amiga. Si una pareja decide casarse, puede hacerlo sin necesidad de celebrar los esponsales. También se da el caso de que los padres concierten un acuerdo formal, comprometiéndose a casar a su hijo o hija con algún descendiente de otro matrimonio amigo, casi siempre años antes de que los futuros cónyuges lleguen a la pubertad. Este contrato matrimonial exige un intercambio de regalos, más ciertos pagos efectuados por los progenitores del novio. La ruptura de tales acuerdos no es nada frecuente, pues podría motivar la perpetua enemistad de las dos familias afectadas.

Los festejos nupciales son ocasiones sumamente competitivas, en las que los respectivos parientes intentan superar a sus rivales en la exhibición de más recursos económicos. Cuando llega el día de la boda, los padres de los contrayentes acostumbran entregarles su parte de la herencia familiar. Estas dotes-legado pueden consistir en arrozales, ganado, utensilios, ornamentos y artículos diversos, que permitan a la pareja crear su propio hogar.

Con arreglo a la tradición kalinga, los maridos tienen derecho a establecer uniones con otras mujeres. Es costumbre contar para ello con el permiso de los padres de la amante, dándose el caso frecuente de que los hombres más ricos instalen en las proximidades de su domicilio una casa para la concubina, o que ésta resida en alguna aldea cercana. Los hijos ilegítimos reciben una parte de la herencia paterna, aunque su legado no es tan considerable como el reservado a la descendencia habida con la esposa. La mujer que comienza a envejecer o no ha podido tener hijos suele aceptar de buen grado que su marido tome una manceba, e incluso que ésta colabore en las faenas caseras y agropecuarias.

Las kalingas no se limitan al papel de compañeras sexuales y económicas de los hombres, pues también pueden actuar como mediadoras entre los humanos y el mundo de los espíritus. En su calidad de médium, la mujer realiza diversas actividades rituales, casi siempre centradas en la curación de enfermedades y otros males. Diagnostica el origen de la dolencia y procura congraciarse con los dioses o espíritus malignos, ofreciéndoles  sacrificios de cerdos y aves. La mujer no se convierte en mediadora por simple elección o inclinación personal, sino porque en determinado momento se siente llamada a celebrar los ritos precisos para combatir enfermedades. Los kalingas creen también en la existencia de una suprema divinidad creadora, aunque pueden tratar con ella directamente. Basta con dirigirle invocaciones verbales, sin necesidad de reforzar sus peticiones con sacrificios u ofrendas.

Las espigas de arroz procedentes de la cosecha anterior se depositan con cuidado en la terraza inundada. El arroz constituye la producción cerealista más importante de los kalingas, aunque también se cultivan batatas, maíz y caña de azúcar.

La unidad social más importante es el grupo emparentado que forman los padres de un determinado individuo, sus tíos paternos y maternos, sus hermanos de ambos sexos, sus primos (carnales, en segundo y en tercer grado), y la decadencia de todos ellos hasta los biznietos. Los cónyuges de estas personas quedan también incluidos en el grupo emparentado, cuyos miembros se obligan a auxiliarse en toda clase de disputas y conflictos, debiendo vengar la muerte de cualquiera de ellos, los daños causados y hasta las injusticias cometidas en perjuicio de un individuo de esa gran familia. Los parientes participan siempre en las ceremonias más solemnes, como por ejemplo funerales o ritos curativos. En estas ocasiones, a determinados miembros del grupo les incumben ciertas obligaciones referentes a la aportación de comida y bebida, para lo cual organizan una colecta entre todos los familiares.

Por no existir otras unidades sociales de rango superior, siempre cabe la posibilidad de que un poblado se divida súbitamente en dos bandos adversarios, a causa de alguna disputa entre grupos emparentados.

Los kalingas tampoco cuentan con ningún sistema de jefaturas hereditarias o electivas, aunque a todos los hombres se les ofrece la oportunidad de ganarse el respeto y acatamiento de sus paisanos, participando en la resolución de conflictos.

Otra forma de acceder a una posición de autoridad, es la de cometer actos violentos y agresivos, de manera que se infunda temor en los adversarios potenciales y no sea preciso recurrir a intimidaciones más graves.

El método autóctono de preservar la paz entre aldeas o comarcas depende del prestigio y autoridad de los hombres encargados de garantizar el respeto a las treguas concertadas. En cada comarca hay un hombre que vela por los pactos y reprime los desmanes cometidos contra originarios de otras zonas. Su función se basa en un parentesco artificial entre colegas, es decir, entre dos hombres encargados de velar por la integridad del pacto en sus respectivos territorios. Merced a este convencionalismo, se comprende y acepta que el responsable de una zona castigue a su convecino, por haber causado perjuicio a un originario de la otra comarca pactante. Cuando el delito es un homicidio, tiene derecho a matar o herir al culpable o a cualquiera de sus familiares, aunque en otras ocasiones se limita a exigir el pago de una indemnización, que hará llegar a los parientes del muerto.

(Derecha) En algunos lugares de esta región, los kalingas han transformado la geografía creando numerosas terrazas para el cultivo del arroz. Sin embargo, todavía quedan comarcas donde predomina la agricultura de la tala y quema.

 La opinión pública, interesada en preservar un pacto que favorece las relaciones comerciales entre dos comarcas, suele apoyar a estos “jefes”, reconociéndoles una categoría equivalente a la de funcionarios de la ley.

Pero el único medio de que disponen para evitar las disputas sangrientas es el recurso a la crueldad en el desempeño de su misión. Aunque el sistema de los pactos y los vigilantes ha pacificado las relaciones entre comarcas vecinas, en realidad el apoyo de los kalingas no obedece a razones pacifistas, sino más bien de conveniencia económica. Pese a la influencia occidental el prestigio de una tribu sigue dependiendo de la fuerza de sus guerreros.

El homicidio ha sido siempre una forma efectiva de elevar la categoría social del hombre. Esta mentalidad se evidencia en los tatuajes de los guerreros, así como en el respeto con que se acogen las opiniones del homicida, tanto en los consejos de aldea como en la conversación ordinaria. Paradójicamente, es preciso haber dado muerte a varias personas antes de conseguir la influencia indispensable para ejercer como vigilante de pactos y pacificador de una comarca.

Esta situación podrá parecer extraña en un país que, durante medio siglo, tuvo virtualmente la categoría de colonia de los Estados Unidos, adoptando después un sistema político calcado del norteamericano. Los kalingas, como todas las tribus montañesas de las Filipinas, votan en las elecciones presidenciales y nombran a sus diputados para la Cámara de Representantes establecida en Manila.

Reunión convocada para discutir la compensación que debe pagarse a los padres de un niño muerto accidentalmente. Las disputas entre grupos emparentados son bastante habituales. Si se producen entre aldeas o comarcas, sólo pueden resolverse mediante ayuda de los respectivos “pacificadores”, hombres que, paradójicamente, deben su prestigio e influencia al hecho de haber matado a alguien. El apoyo popular a la gestión de estos negociadores les equipara en la práctica a funcionarios de la ley.

 

Si la mentalidad de los kalingas en lo relativo a la justicia no ha cambiado mucho, la faceta económica de su sociedad ha experimentado numerosas innovaciones. Gracias a la construcción de carreteras se ha fomentado la producción de cosechas comerciales, sobre todo habichuelas y tabaco, con cuya venta se obtienen los medios precisos para adquirir manufacturas industriales. También aumentaron las posibilidades de empleo, como lo prueba el hecho de que muchos kalingas trabajen hoy en explotaciones auríferas y cupríferas. Habituados ya a viajar mucho, casi siempre en autobuses, es frecuente que los hombres pasen largas temporadas lejos del hogar. El desarrollo de la enseñanza ha sido espectacular; hoy varios centenares de chicos y chicas kalingas asisten a instituciones de educación superior, y en casi todas las aldeas trabajan maestros nativos.

En comparación con el progreso logrado en estos sectores, apenas ha cambiado la mentalidad en lo concerniente a la ley y el orden. Aunque los kalingas gozan de plenos derechos de ciudadanía y quedan sometidos a las mismas disposiciones legales que los restantes filipinos, siguen viendo en sus comunidades rurales unos entes autónomos, con derecho a proteger sus intereses mediante el recurso a la fuerza. Desde luego, conocen la existencia y la misión de la política y los tribunales de justicia, pero consideran que estas instituciones son complementos, no sustitutos, de su propio sistema de control social. Aunque la cacerías de cabezas sean ya cosa del pasado, persisten las pendencias entre grupos emparentados, con sus trágicas secuelas. Personas que en otros países se considerarían cultas y refinadas ven en la violencia un medio legítimo de defender sus intereses o los de su comunidad. El principio del “ojo por ojo” y “diente por diente” es tan consustancial a la mentalidad kalinga que no basta con la predicación de los misioneros cristianos para modificar la mentalidad de los autóctonos.

¿Cómo se explica la debilidad del control gubernamental en estos sectores? Podría suponerse que la introducción del voto adulto y el reconocimiento de cierta autonomía local, debía haber fomentado la integración de los métodos tradicionales y modernos de control político. La policía, reclutada en la región y dependiente de un funcionario elegido, como lo es el gobernador provincial, sigue procedimientos propios de las zonas más adelantadas de las Filipinas, mientras que los tribunales administran leyes aprobadas por la legislatura nacional, sin considerar las peculiaridades locales.

Ahora bien, la efectividad de los tribunales se ve muy mermada por la escasa colaboración de los kalingas, a quienes repugna la idea de prestar declaración contra un convecino. Por consiguiente, con mucha frecuencia los tribunales funcionan en una atmósfera de aislamiento, en tanto que el sistema tradicional de controles sociales, basado en el principio de la retribución y en la solidaridad de los grupos emparentados. Sigue determinando las relaciones entre individuos y comunidades. La persistencia de estos sistemas, pese al auge de las secuelas y la aparición de una clase social opulenta y culta, puede deberse a que los dirigentes locales, elegidos para desempeñar cargos de importancia en la estructura del poder regional, no tienen demasiado interés en modificar un orden social aceptado y apoyado por la mayoría de los votantes. La imposición de cambios radicales, aun cuando éstos pretendan el bien general, disgustaría al elector y por lo tanto, al menos a corto plazo, perjudicaría a los políticos, cuya permanencia en el cargo depende del pueblo. De ahí la necesidad de postergar la puesta en práctica de muchas medidas innovadoras, aunque con ellas se persiga el bienestar de todos.

Los efectos de este conservadurismo no son por entero negativos. En las montañas de Luzón la autonomía tribeña sigue siendo una realidad, mientras que los kalingas gozan de un grado de autogobierno todavía no alcanzado por muchas minorías tribales de otras regiones asiáticas. Según como se mire, cierta inseguridad personal no es un precio excesivo por conservar un sistema político que permite a las minorías étnicas aceptar o rechazar las innovaciones de la civilización moderna sin abandonar su estilo de vida y su sistema social.

 

 

 

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