LOS KIOWAS

 

Los kiowas figuraron entre las tribus más temibles de las grandes llanuras norteamericanas, aunque en sus orígenes fueran un pueblo montañés disperso por varias regiones de Montana occidental, junto a las Rocosas. Hacia el siglo XVII la presión de sus vecinos los empujó hacia el este, internándose en el macizo de Black Hills (Dacota del Sur), donde concertaron alianzas con los crow y otros pueblos de la zona. Se sabe que por esa época adoptaron aspectos de la cultura de las llanuras, y especialmente la Danza del Sol, núcleo central de la vida religiosa en esa parte de Norteamérica. Otra faceta cultural adquirida entonces fue la dependencia económica del bisonte, característica de todos los indios de las Grandes Llanuras.

Hacia el siglo XVIII los kiowas eran ya, en casi todos los aspectos, un pueblo llanero. Fue entonces cuando entraron en conflicto con todos los indios de aquellas regiones, con las poderosas naciones dakotas, llamadas sioux por los blancos. Los dakotas expulsaron a los kiowas (que nunca superaron la cifra de 1700 individuos) del macizo de Black Hills, obligándoles a emprender una nueva emigración, esta vez hacia el sur. De resultas de este desplazamiento colectivo, los kiowas ocuparon las tierras hasta entonces pobladas por otros grupos que hallaron a su paso, concretamente de los wichitas, los osages, los apaches mescaleros de Nuevo México y los fieros comanches de Texas.

Finalmente, por medio de la guerra y en ocasiones de la diplomacia, los kiowas delimitaron su nuevo territorio en las polvorientas llanuras norteamericanas. El centro de aquel país quedó aproximadamente a caballo de los actuales estados de Oklahoma y Texas, siendo sus lugares de reunión preferidos los valles de los ríos Canadian y Red, y los montes Wichita. No obstante, su país llegaba por el norte hasta Kansas y Colorado, por el oeste penetraba en Nuevo México y por el sur se internaba bastante en Texas. En su época de máximo poderío, los kiowas cazaron y guerrearon incluso más allá de estos límites imprecisos, con ocasionales apariciones es el territorio dakota, aunque con más frecuencia se internaron profundamente en México e incluso rebasaron las fronteras meridionales de este país.

Estos viajes tan largos fueron consecuencia de la segunda etapa de transformación kiowa en llanero, etapa caracterizada por su dominio del caballo, animal llegado a las llanuras hacia el siglo XVIII, procedente de los poblados españoles del Sudoeste. Antes de aquel acontecimiento, las tribus llaneras debieron ser gentes muy pobres, ocupadas en sobrevivir como podían en un inmenso país polvoriento. Aunque eran cazadores que obtenían del bisonte su alimento, vestido, refugio (los tipis se cubrían con pieles de estos animales) y algunos utensilios de hueso, sus técnicas cinegéticas adolecían de notable primitivismo e ineficacia. Normalmente provocaban la estampida de pequeñas manadas en zonas escabrosas, tratando así de  alcanzar a las reses enfermas, heridas o extraviadas, pues de lo contrario no podían aproximarse a ellas.

Los kiowas no tardaron en apreciar el valor del caballo, aprendiendo muy pronto a atraparlo, domarlo y montarlo.  Los que antes fueran miserables perseguidores de bisontes enfermos, se convirtieron rápidamente en semidioses. El caballo les dio rapidez, fuerza y el dominio de un territorio inmenso. Como dicen los propios indios, apartó nuestros pies del polvo y nos dio la libertad del viento. Mientras duró la “Edad de Oro” de la cultura llanera, los kiowas poseyeron más caballos por persona que cualquier otra tribu de los alrededores. Junto con los comanches fueron los jinetes con mayor fama, así como los cuatreros más célebres de las praderas meridionales.

La valía del caballo no se limitó a la persecución y caza del bisonte, o al lanzamiento de ataques rápidos sobre un enemigo desprevenido. Los caballos quedaron absolutamente integrados en la estructura sociocultural de las llanuras, siendo además un parámetro de la riqueza individual; era preciso poseer de veinte a treinta animales para figurar entre los potentados del grupo.

Aunque eran varias las formas de hacerse con estos animales, ninguna tan prestigiosa como la participación en arriesgadas incursiones de saqueo. Merced a estas expediciones, el guerrero de las llanuras podía demostrar las virtudes que más admiraba; valor, fortaleza y ferocidad. También era posible conseguir caballos a través de intercambios con tribus amigas, vendiendo bienes, por ejemplo, hijas entregadas en calidad de esposas o recibiéndolos como regalo. Era mucho mejor dar que recibir, hasta el punto de que llegó a imponerse una ley no escrita que virtualmente obligaba al guerrero a mostrarse generoso regalando sus caballos, con ello, aparte de aumentar su fama, tenía una razón para proseguir sus incursiones de saqueo, que además de beneficiarle materialmente le permitían cubrirse de gloria.

Cuando no se hallaban entregados a estos actos violentos, fundamentales para cualquier guerrero, los kiowas llevaban una existencia de lo más convencional. Recorrían las praderas en grupos pequeños, siguiendo a las manadas de bisontes. La banda kiowa (topadoga) solía constar de un grupo familiar compuesto por varios hermanos varones con sus esposas y descendientes, más la ocasional adición de hermanas, cuñados y otras personas dependientes. El jefe de la banda, conocido por topadok’i acostumbraba a ser el hermano mayor.

Las bandas errantes construían refugios por el sencillo procedimiento de extender pieles sobre un armazón de estacas, cuatro más algunas utilizadas para cubrir los resquicios de estas viviendas cónicas, combinando constantemente el emplazamiento de los tipis a fin de no perder el contacto con los bisontes. La carne del bisonte les proporcionaba el alimento básico, que consumían fresco, desecado y en ocasiones molido para mezclarlo con grasa extraída de la giba (o a menudo con bayas) y producir el penmican, cuya larga duración facilitaba su aprovechamiento  en los largos meses invernales. En ocasiones variaban la dieta añadiendo otros tipos de carne, por ejemplo de ciervo. Sólo el oso les estaba prohibido; tampoco comían pescado ni aves.

Los kiowas eran exclusivamente cazadores, aunque de vez en cuando recolectaran frutas y semillas. No poseían tradiciones agrícolas, ni siquiera en la versión primitiva y limitada que practicaban los cercanos cheyennes y arapajos. Esta deficiencia se solventaba mediante el comercio con tribus de agricultores como los diversos pueblos de Nuevo México, quienes les surtían de maíz, tabaco y otros productos. El comercio y el saqueo eran sus únicos medios de adquirir los pocos metales que poseían, antes de que llegaran a sus manos las armas y herramientas del hombre blanco.

Los kiowas utilizaron desde antiguo el metal para la ornamentación de un vestuario por los demás bastante simple; calzones, polainas y a veces camisas con flecos para los hombres; sencillas faldas arrolladas al cuerpo y camisas con una sola abertura en el cuello, o bien largos vestidos de una pieza, para las mujeres. Casi todas estas prendas se confeccionaban con la piel del ciervo, aunque también se aprovechaba la del bisonte para ropas invernales y el cuero crudo para suelas de mocasín. Los kiowas tenían la costumbre de añadir largas solapas a la parte superior de su mejor calzado, así como un festón formado por trocitos de metal brillante que tintineaba al andar. Por lo demás en las grandes ocasiones siempre aparecían numerosos aditamentos ornamentales, entre ellos, anillos, cinturones, brazaletes, collares, adornos para la silla de montar y otros, normalmente en plata mexicana.

Los bailes ceremoniales, celebrados con la vestimenta tradicional en el territorio indio, son en la actualidad una popular atracción turística. Los cuatro mil kiowas se encuentran en su mayoría en el condado de Caddo, Oklahoma, aunque muchos han abandonado la reserva para vivir y trabajar en las ciudades.

Estos atavíos salían a la luz cuando todas las bandas kiowas se reunían en lugares determinados de antemano, bien en otoño, para celebrar la gran cacería conjunta, o con ocasión de la Danza del Sol. Era entonces cuando la simplicidad de la existencia de las bandas de cazadores nómadas daba paso a una extraordinaria complejidad. La tribu se subdividía muchas veces y en muchas direcciones. Había varias sociedades de guerreros agrupadas de manera bastante informal, conforme a la edad y las hazañas del individuo. La flor y nata de estas sociedades era el exclusivista grupo de los mejores guerreros, casi nunca más de diez. Existían sociedades dedicadas especialmente a la danza, a los banquetes, o sólo abiertas a las mujeres. Entre estas últimas destacaba el secretísimo y temido grupo de las ancianas conocidas por “mujeres osas”, seguramente formado por hechiceras.

La reunión de toda la tribu ponía también de relieve la existencia de uno de sus subgrupos más extraños; unos indios que participaban por entero en su cultura, estructura social y religión, e incluso en las ceremonias de la Danza del Sol, pero en cambio no eran kiowas, no tenían lazo alguno de parentesco con ellos y además hablaban una lengua enteramente distinta.    

Apiatan (Lanza de madera), jefe de la delegación enviada a Washington, en un retrato de 1894. Confinados en las reservas del río Red durante los últimos años del siglo XIX, los kiowas se vieron muy perjudicados por las intromisiones de los ganaderos que ocuparon ilegalmente grandes extensiones de sus tierras.

En algún período de su lejano pasado, durante su avance hacia el sur, los kiowas recibieron a estos compañeros de viaje, no más de 400, quienes tras adoptar las costumbres de las Llanuras, al igual que la tribu mayor, se unieron a ésta en las épocas de los rituales. Sin embargo, el pequeño grupo hablaba un idioma atapasco, como los apaches, y sólo se comunicaba con los kiowas mediante el lenguaje de signos corriente en las Llanuras. Lo curioso es que este grupo nunca llegó a identificarse particularmente con la tribu; las relaciones fueron en todo momento reservadas, los matrimonios mixtos bastante raros, y en ambos bandos muy pocos se preocuparon de aprender la lengua del otro.

La Danza del Sol constaba de un rico repertorio de cánticos y bailes sagrados, música de tambores, silbatos y flautas, simulacros de batallas y abundantes banquetes.

En ocasiones se sacrificaban algunos bisontes o caballos, se fumaba la “pipa de la paz” y hasta era costumbre prescindir un tanto de las inhibiciones sexuales.   Sin embargo, el elemento básico de éstas prácticas era la adoración del astro rey, iniciada cuando los mozos de la Logia del Sol, tras varios días con sus noches bailando sin ingerir comida ni bebida, alcanzaban un estado de trance y recibían visiones de los dioses.

Las Danzas del Sol y otras ocasiones de importancia tribal se registraban en prolijos calendarios que constituyen otra característica notable de la cultura kiowa. Estas anotaciones pictográficas se iniciaron a principios del siglo XIX, prosiguiéndose con altibajos hasta bien entrado el siglo XX. En los calendarios se mencionan incursiones y batallas libradas contra otras tribus, grandes ceremonias, jefes fallecidos, catástrofes naturales y victorias famosas. Desgraciadamente también hubo que dejar constancia de los años de dolor, derramamiento de sangre, perplejidad y aflicción, desde que llegó el blanco son sus armas de fuego y sus alambradas, provocando la desaparición de los bisontes.

La Edad de ORO de los indios llaneros no superó los cien años de duración, concluyendo súbitamente el convertirse en obstáculo para la expansión de los colonos acaparadores de tierras. Por otra parte, los kiowas tuvieron la mala suerte de encontrarse en el camino hacia las minas de oro descubiertas en 1849 en California, cuando los blancos se lanzaron hacia el oeste por el camino de Santa Fe, que atravesaba su territorio.

En los diez años siguientes, los kiowas se ganaron la poco envidiable reputación de ser la tribu amerindia más sanguinaria, dando muerte a mayor número de blancos (en relación con sus efectivos) que los apaches o los comanches. Pero sus incursiones y enfrentamientos fueron gastos inútiles ante lo inevitable. Blancos y cobrizos firmaron varios tratados para quebrantarlos cuando así les convino, y durante muchos años se siguió derramando sangre humana, en tanto el fiero orgullo indio se oponía a la inexorable determinación estadounidense. Después de la Guerra Civil, generales famosos como Sheridan, Sherman y Custer dirigieron campañas contra los kiowas; las agencias estatales firmaron acuerdos de paz y crearon reservas; pero siempre hubo jefes como el Gran Santana y guerreros jóvenes convencidos de que la medida del indio llanero la daban su valor y su gloria, además de la defensa de su tribu y de su tierra.

Sin embargo, ni siquiera la valentía y ferocidad de los kiowas sirvieron de nada ante los millares de armas estadounidenses (por no hablar de las enfermedades propagadas por el hombre blanco, como el cólera y la viruela, desconocidas hasta entonces entre los indios), que además de diezmar a las tribus borraron literalmente del mapa a millones de bisontes.

Hacia el decenio de 1880, ya casi extinguido el bisonte, aparece en los calendarios kiowas la última mención de la Danza del Sol y de la adoración del Taime. Lo que quedó de la tribu, con inclusión de un puñado hombres empeñados en oponerse a lo inevitable, se trasladó de grado o por la fuerza a los áridos pastizales de Oklahoma inmediatos al río Red, reserva adjudicada por las autoridades.

En ella disponían de un millón y medio de hectáreas para compartirlas con sus antiguos aliados comanches, y naturalmente con los “apaches-kiowas”.

En aquellas tierras debían teóricamente asentarse, observar un buen comportamiento y adoptar las buenas formas de vida propugnadas por el blanco, como por ejemplo la agricultura. No obstante, los cazadores guerreros se abstuvieron de labrar la tierra.

Algunos tribeños se dedicaron a la cría de caballos, todavía muy necesarios en las guarniciones de la región; y otro puñado de compañeros encontraría años después empleo en algunos ranchos; pero durante el período de transición, la mayoría debió sobrevivir con las raciones repartidas por las autoridades, que así acabaron con lo poco que quedaba de su orgullo. También se perdieron muchas e importantes costumbres tibales, desde la Danza del Sol hasta el abandono de los cadáveres a la intemperie o la imposición de nombres rituales.

No obstante, de aquel decenio de 1880 procede una costumbre que eclipsó y reemplazó a muchos hábitos ceremoniales antiguos. Se descubrió que masticando los “botones” de determinadas cactáceas era posible alcanzar un suave estado alucinatorio, muy afín a la estimada “visión” tradicional. Así nació el culto mágico-místico del peyote, práctica espiritual pacífica y contemplativa adoptada por la mayoría de indios llaneros y también por otras tribus. Gracias a que resistió todas las intentonas estadounidenses por acabar con el culto, éste quedó arraigado en la vida india como nueva religión, conocida por la “Iglesia nativa de los Estados Unidos”.

El “peyotismo” ayudó a recuperar parte de lo perdido por los indios con su reclusión en las reservas, pero antes de finalizar el siglo XIX se sintió la amenaza de nuevos expolios. Interesados por unos pastizales casi vírgenes, los ganaderos tejanos y de otros estados comenzaron a ocupar ilegalmente grandes extensiones de territorio indio, para intentar posteriormente la regularización oficial de aquel despojo. Esto lo consiguieron ejerciendo presiones sobre el Gobierno y ganándose la buena voluntad de los kiowas, a quienes ofrecieron carne, empleos y dinero a cambio de la utilización de los pastos.

El alquiler de los pastizales fue más tarde una ayuda para los indios, cuando el gobierno, en respuesta a la codicia desmedida de los colonos, modificó su política de reservas.

Vieja fotografía en la que aparecen niñas kiowas montadas en ponies. La llegada del caballo a las llanuras norteamericanas, ocurrida a finales del siglo XVII, transformó por completo los hábitos sociales de los kiowas, que junto  con los comanches se convirtieron en los jinetes y cuatreros más famosos de las praderas meridionales.

Según el nuevo plan, cada indio tenía derecho a 80 hectáreas de terreno en las reservas, pero las extensiones sobrantes quedaban libres para la colonización blanca. Este proyecto amenazó en 1892 la integridad de la reserva kiowa-comanche.

Al final la reserva quedó abierta, pero kiowas y comanches consiguieron el reconocimiento de su derecho a otras 250.000 hectáreas de tierras comunitarias, libres de colonos, que destinaron al arriendo. En conjunto y durante veinte años, en las arcas de la reserva ingresaron unos dos millones de dólares.

En lo que va de siglo, aunque la pobreza y la conmoción cultural se han cobrado su precio en la sociedad kiowa, la mayoría de sus individuos superaron con éxito la fase de adaptación. Hoy existen unos cuatro mil kiowas en Oklahoma y aproximadamente un millar de kiowas-apaches. Su centro principal es el condado de Caddo. Algunos afortunados, desde luego muy pocos, se hicieron ricos con el petróleo descubierto en sus parcelas de las reservas. Sea cual fuere la situación económica, todavía se reúnen todos los años en las afueras de las ciudades para celebrar sus ceremonias. Desaparecida la Danza del Sol, hoy ejecutan  bailes no menos vistosos, muy apreciados por los turistas.

El espíritu y el sentido de identidad de los kiowas nunca se han perdido por completo, e incluso es posible que, otras tribus, se encuentren en una fase de recuperación. Los kiowas no han vacilado en pleitear con el Gobierno en defensa de sus derechos en el macizo de Black Hills, donde vivieron hace ya tanto tiempo; ni se muestran remisos en luchar por otras causas cuando lo estiman conveniente. La nueva energía y militancia del Red Power no les es indiferente; hubo algunos kiowas entre los indios que en 1970 ocuparon la isla de Alcatraz, por citar un ejemplo muy conocido, y muchos de sus dirigentes, entre ellos el escritor Scott Momaday, ganador del permio Pulitzer defienden los derechos de su pueblo.

 

 

 

PINCHA EN LA FLECHA PARA VOLVER ATRÁS